La Asociación del Fútbol Argentino (AFA) atraviesa una de las etapas más delicadas de su historia reciente. Mientras la Selección mayor continúa siendo motivo de orgullo global tras la consagración en Qatar 2022 y la ratificación de un proyecto deportivo exitoso, la conducción institucional del fútbol argentino vuelve a quedar envuelta en una trama de denuncias por presunto desvío de fondos millonarios y retenciones indebidas de aportes que golpean de lleno la credibilidad de la entidad. La paradoja es evidente, porque el país de los campeones del mundo convive, otra vez, con sospechas que erosionan la confianza en la casa madre del deporte más popular.
Las acusaciones incluyen manejos opacos de recursos, irregularidades administrativas y posibles incumplimientos en materia previsional. No son un hecho aislado ni una novedad absoluta. La AFA arrastra una larga historia de conflictos internos, denuncias judiciales y cuestionamientos públicos que atraviesan décadas y gestiones diversas. Sin embargo, el contexto actual potencia el impacto, ya que nunca como ahora el fútbol argentino había alcanzado semejante nivel de legitimidad deportiva y reconocimiento internacional. Y nunca como ahora las sombras institucionales resultan tan difíciles de justificar.
Más allá del devenir judicial de las causas, el daño simbólico ya está hecho. La AFA no es una empresa privada cualquiera, se trata de una institución con un rol central en la vida social y cultural del país. El fútbol argentino funciona como un fenómeno identitario, un lenguaje común que atraviesa clases sociales, generaciones y territorios. Cuando la entidad que lo gobierna aparece asociada a prácticas poco transparentes, la desilusión excede lo deportivo y se proyecta sobre la confianza pública.
El contraste con la imagen de la Selección es brutal. Lionel Messi levantando la Copa del Mundo, la Scaloneta como ejemplo de planificación, cohesión y profesionalismo, y una camada de futbolistas admirados por su conducta dentro y fuera de la cancha conviven con titulares que hablan de expedientes, pericias contables y posibles delitos. Es una convivencia incómoda que plantea una pregunta inevitable: ¿cómo puede un sistema producir excelencia deportiva mientras arrastra déficits estructurales en su conducción?
La credibilidad institucional no es un valor abstracto. Impacta en la capacidad de atraer inversiones, en la confianza de los clubes afiliados, en la relación con los futbolistas y en la percepción que tienen los hinchas sobre la legitimidad de las competencias. Cada escándalo refuerza una narrativa conocida y es la de un fútbol que no logra desprenderse de prácticas del pasado, incluso cuando el éxito deportivo parecía haber abierto una oportunidad histórica para hacerlo.
Ser campeones del mundo no exonera a nadie de rendir cuentas. Al contrario; aumenta la exigencia. Justamente, en el país donde el fútbol es mucho más que un juego, los escándalos en la AFA no son un asunto menor. Representan un espejo incómodo que devuelve una imagen conocida, poblada por instituciones que brillan en lo simbólico pero fallan en lo estructural. Y esa contradicción, tarde o temprano, termina pasando factura. Lo que el fútbol -y la sociedad toda- exige es honradez y transparencia.